Desde hace unos años, me he dado cuenta de que han cambiado muchas cosas en mi vida. Con el tiempo, uno empieza a afianzar quién es, qué quiere y, lo más importante, qué no quiere. La claridad mental que traen los años le mejora a uno la calidad de vida, pero también trae sus sorpresas. Como cuando pasas de que te digan: “Joven, ¿me podría pasar esa silla?” a “Señor, si quiere puede sentarse”.
La verdadera pregunta es: ¿cuándo ocurre esa transición de «joven» a «señor»? Supongo que para los hombres, podría ser cuando la barriga ya cuelga sobre la pretina del pantalón, o cuando te atreves a combinar jeans con zapatos de «material». Si a eso le sumas los accesorios prácticos como la cartuchera para las gafas, la funda del celular y esos ganchos que uno nunca sabe para qué son, entonces sí, bienvenido al club de los señores.
El bigote ya no es un indicador fiable. Primero, porque ahora los veinteañeros se lo dejan crecer para lucir entre hipsters y retro, aunque les salga con textura de mota de lulo. Y segundo, porque muchas mujeres también llevan bigote sin siquiera intentarlo. Pero, si bien el cambio de «joven» a «señor» es interesante, no es tan trascendental como cuando una mujer pasa de «señorita» a «señora».
Ahora, aclaremos algo: la maternidad no convierte a una mujer en «señora». Hay mujeres que no muestran rastros de un parto ni cargan al niño en brazos. Sin embargo, hay síntomas inconfundibles que indican que estás cerca de un cambio de estatus, y quiero compartir algunos para que los abraces con dignidad.
Por ejemplo, si cuando sales de noche con amigos, llamas a la actividad «salir a bailar» y cualquier género musical lo mueves como un merengue apambichao, entonces ése es tu síntoma. Pie adelante, pie atrás, con pasitos cortos y una vueltica estratégica. Este estilo no solo te permite durar horas sin sudar, sino que tu «pasito de baile» podría ser bautizado con tu nombre.
Otro signo inequívoco: pides un lapicero y titubeas, primero, al nombrarlo (¿esfero, boli, pluma?) y luego al buscar dónde lo dejaste. Si te enojas porque alguien lo menciona, pilas con las hormonas. Y si recuerdas películas como El Joven Manos de Tijera, ya eres oficialmente una señora. Pero si al ver La Bella y la Bestia sientes angustia porque Bella sale sin chaqueta en medio de la nieve, preocándote por el resfriado que podría darle, entonces no hay vuelta atrás: agua de panela con jengibre y limón para esa niña imaginaria y para ti.
Uno de los signos más determinantes es cuando adoptas la jardinería como hobby y tienes profundas conversaciones con tus plantas. Y, por supuesto, si prestas un topper y te entra una crisis existencial porque alguien te descompletó la colección de vajilla, eres una señora. Además, seguramente tienes varios gatos y un nivel preocupante de apego a tus trastos.
Así que, si alguien te llama «señora» y te ofendes, lo siento, pero el título ya es tuyo. Piénsalo bien: ser «señora» no es tan grave. Al fin y al cabo, es mejor que te digan «señora» a que te confundan con un «señor». Porque ahí, mi querida, la historia cambia.
¿Y tú? ¿Ya eres una señora?