Mudarse constantemente es un arte. Vivir solo, con familia, o con roomies, es otro nivel de supervivencia. Y aquí va una verdad incómoda que probablemente no le hará mucha gracia a la industria inmobiliaria: los lofts son la mayor trampa del siglo XXI.
Sí, los mismos lofts que en las fotos de catálogo parecen ser el refugio perfecto para cualquier artista bohemio con un toque moderno. La realidad: son el laberinto de la claustrofobia.
Primero, hablemos de la «ilusión de espacio». Si su loft es de menos de 100 metros cuadrados, ¿adivinen qué? Eso no es un loft, eso es un apartamento de muñeca o, si me apuras, una caja de zapatos. Todo está a la vista, y cualquier cosa que pongas en ese «espacio abierto» va a estorbar. Sí, incluso ese sutil candelabro «minimalista» que pensaste que iba a ser la cereza del pastel.
Ahora, si eres de los que disfruta cocinar, te cuento que vivir en un loft es como estar en una película de terror culinario. Cocinas, sí, pero tu cama va a oler a pescado frito y tus chaquetas a papas fritas. Si abres la nevera, con suerte no estarás pisando el baño, que está justo al lado. ¿Privacidad? No me hagas reír. El baño es la zona cero de la intimidad y, en cuanto alguien se quede a dormir, no se trata de si pueden o no compartir el mismo espacio, se trata de si pueden compartir las mismas rutinas… sin que se note que todo está a la vista.
Te soy sincero, en los catálogos de decoración todo parece perfecto. Pero lo que no cuentan es que el loft se convierte en un campo de batalla contra el desorden. La falta de paredes es una sentencia, especialmente cuando tienes que compartirlo con alguien más. Alguien que halla vivido en un loft en pandemia vivió un reto psicológico.
Mi consejo: si algún día se te ocurre mudarte a un loft, recuerda que estarás practicando tus habilidades de convivencia y tolerancia… hasta que la claustrofobia te haga ver paredes en el aire.
Por mi parte, prefiero un apartamento de 2×2 con paredes. Paredes, esas grandes olvidadas que me dieron la paz que jamás me dio un loft.