Hay momentos clave en toda relación: la primera cita, el primer «te quiero», el primer «¿quieres ver mi celular?»… Y, por supuesto, conocer a la suegra.
Siempre he tenido suerte con las mamás de mis parejas. Me han sonreído, me han servido café y, hasta donde sé, nunca han quemado mi foto en un altar de velas negras. Pero mis parejas… bueno, digamos que no siempre han pasado la prueba con mi mamá.
A ver, mi mamá es un ser maravilloso, pero como suegra tiene el superpoder de oler el fracaso romántico antes que yo. Es una especie de clarividente emocional con doctorado en «Te lo dije». No necesita conocer a alguien más de cinco minutos para saber si mi corazón terminará hecho trizas en cuestión de meses. Y lo peor: siempre tiene razón.
Yo, por supuesto, me he resistido a creerlo. Porque, ¿cómo va a saber mi mamá más de mi relación que yo, que soy quien está en ella? Pero ahí está ella, con su mirada láser, escaneando a mi pareja y diciéndome, con tono casual pero letal:
«Ay, mi amor, no te quiero ver llorando en tres meses, pero bueno, tú decides.»
Corte a: tres meses después, llorando en posición fetal, con mi madre entregándome un té y la frase que más detesto en el mundo:
«¿Pero por qué te sientes mal si yo sabía que esa persona no era?»
Porque claro, ella sabía. Siempre sabe.
Por eso, he llegado a una conclusión: no es que haya que pedirle permiso a una madre para estar con alguien, pero ignorar su radar es básicamente jugar a la ruleta rusa con tu corazón. ¿Coincidencia? ¿Brujería? No lo sé. Lo único que sé es que, en este juego, mi mamá siempre gana.
Y tú, ¿cuántas veces tu mamá te dijo algo que el tiempo te confirmó? Te leo.