¡Ah, la vida! Esa constante fuente de risas y «mucha bestia». Y qué bueno que lo sea, porque si no, imagínense qué aburrido sería todo si no estuviéramos continuamente metiendo la pata de manera magistral. Porque, vamos, todos hemos tenido esos momentos en los que, al mirarnos al espejo, nos decimos con un suspiro de frustración: «¡Mucha Bestia!» Y no, no se trata de un homenaje a los animales del zoológico, sino a esa versión ridícula de nosotros mismos que aparece en los momentos más inesperados.
Empecemos con el nivel 1, ese en el que todos, sin excepción, nos hemos quedado atrapados: las bestias domésticas. Esa maravillosa fase en la que crees que te conoces tan bien, pero, en realidad, eres un desastre andante. Quien no ha buscado su celular mientras lo está usando, o ha hecho la clásica de buscar las gafas cuando las lleva puestas, que tire la primera piedra. Es casi un acto reflejo. Pero el verdadero nivel de «mucha bestia» se alcanza cuando, por arte de magia, el control remoto de la tele termina en el refrigerador. No sé qué tipo de lógica cósmica se activa para que eso suceda, pero te aseguro que en esos momentos, el cerebro no está funcionando a plena capacidad.
Y luego está el nivel 2, el de las bestias campestres, porque claro, uno cree que ha alcanzado la madurez, hasta que decide, por ejemplo, intentar colgar un televisor en la pared. Y en lugar de admirar la obra maestra en la que se ha convertido el espacio, uno solo ve la pared estropeada y el televisor destrozado en el suelo. Y lo peor, el silencio absoluto mientras piensas en la cantidad de dinero que acabas de hacer desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Ese es el tipo de «despiste» que hasta el más sabio de los sabios evitaría. Pero no, ahí estamos, probando nuestra habilidad de romper todo lo que tocamos.
Pero claro, hay un nivel superior, y ese es el de las bestias de gran envergadura, ese donde ya no solo estamos hablando de objetos rotos o situaciones incómodas. Aquí es donde las decisiones realmente malas se vuelven una cuestión de principios. Como cuando decides involucrarte con la pareja de tu mejor amigo pensando que todo está bajo control. ¿Y qué pasa? Pues nada, que terminamos en medio de un drama que solo el guion de una telenovela mexicana podría hacerle justicia. O cuando te metes en un negocio que suena perfecto pero que termina por arruinarte la vida, dejándote con una sonrisa forzada y un saldo negativo que te persigue hasta en tus sueños.
Porque lo peor de todo es que esas son las “bestias” que realmente marcan. Las que nos recuerdan que no hay manera de tomarle la medida a la vida sin cometer un par de errores. Y eso es lo que realmente nos hace humanos: el saber que somos una especie capaz de cometer mucha bestia, pero que, a la vez, podemos reírnos de ello.
A fin de cuentas, esos momentos que parecen los más vergonzosos son, en realidad, los que definen nuestro carácter. Porque, aceptémoslo, todo lo que importa es sobrevivir a los momentos más mucho bestia, levantarse, y reírse de uno mismo. Porque si algo nos enseñan estos errores es que la vida no está hecha de perfección, sino de caos, torpeza, y un montón de momentos que terminan siendo anécdotas para reírse con los amigos y para contarle a los futuros hijos: «Sí, mamá también fue una bestia, pero al menos lo supo manejar.»
Así que la próxima vez que te descubras buscando tus gafas mientras las tienes puestas o rompiendo algo por completo por pura distracción, respira profundo, sonríe y di: «Sí, soy una bestia, pero es lo que hay«