Cuando hablamos del primer amor, nos gusta pintarlo como algo épico. Un momento de película. Algo así como un rayo que cae del cielo y nos transforma para siempre. Pero, ¿qué pasa cuando tu primer amor te enseña, a muy temprana edad, lo que es la friendzone?
Tenía ocho años cuando conocí a Pilar. La niña nueva, la paisa, la Blancanieves criolla que llegó a revolucionar el colegio con su piel blanca, su cabello oscuro y esos ojos enormes que parecían dos lunas llenas. En cuestión de días, todos los niños del salón –y de los cursos superiores– estaban rendidos a sus pies. Le llevaban peluches, esquelas con brillitos y hasta le ofrecían compartir su recreo. Yo, sin plata para peluches y con un jugo de guayaba para el descanso, entendí rápido que si quería estar cerca de ella, tenía que jugar diferente.
Y así fue como encontré mi oportunidad: Pilar no era precisamente la mejor estudiante. Con todo respeto, si algún día llega a leer esto, tengo que decirlo… era malita para estudiar. Por no decir que algo bruta. Y como yo no era el más inteligente, pero sí un poquito menos malito que ella, me convertí en su salvación académica.
Primero éramos compañeros de estudio, después jugábamos juntos y finalmente pasábamos todos los descansos riéndonos de cualquier cosa. Para mí, éramos prácticamente novios. Hasta que un día, alguien en el salón decidió iluminarme con la verdad: mi Blancanieves paisa ya tenía un príncipe… y se llamaba Felipe. Porque, claro, tenía que llamarse Felipe. Y yoo era Jhosman en esa época.
Y así, a los ocho años, entendí lo que era estar en la friendzone. Mientras yo me veía como su príncipe de cuento, ella solo me veía como el enano que le hacía las tareas.
Hoy, Pilar es una señora con su familia y yo tengo este recuerdo intacto de lo que fue mi primer amor. Y como diría la niña del meme: Mirá, mirá Pilar, lo que te perdiste.
O tal vez ni se acuerde de mí.
Pero díganme… ¿recuerdan el nombre de su primer amor?