La vida te regala momentos inolvidables, aunque algunos preferirías olvidarlos.
Hace poco, un viejo amigo volvió al país. De esos amigos que tienen la vida perfectamente armada: esposa de catálogo, hijos de portada, carros de lujo, casas con más metros cuadrados de los que mi cuenta bancaria podría imaginar. El tipo, un lord. Y yo… bueno, sigamos con la historia.
El plan era simple: cena, tragos, recuerdos. Lo que no me esperaba era la aparición de su “amiguita”, una universitaria con aires de realeza, esas que todavía no saben lo que es pagar un recibo de luz porque los papás siguen financiando su existencia con amor y tarjeta de crédito.
Desde el primer Martini se notaba que ella no estaba ahí para beber, sino para ejecutar una performance.
Cada gesto milimétricamente calculado: la risa suave, el tono de voz aterciopelado, el manejo de la servilleta con técnica de alta costura. No decía una grosería, no se le movía un pelo fuera de lugar y, con cada copa que bajaba, su dignidad se mantenía intacta. Todo perfecto.
Hasta que dejó de serlo.
Cuando mi amigo se bajó del carro a comprar cigarrillos, la princesita experimentó un pequeño… desajuste técnico. Su rostro, antes inmaculado, cambió de color como semáforo en hora pico y, con una precisión quirúrgica, decidió que era mejor resolver la situación con discreción.
No voy a entrar en detalles, porque hay cosas que la elegancia femenina nunca admitiría. Digamos que hubo un exceso de emociones líquidas que intentó manejar con la misma destreza con la que había manejado la copa toda la noche.
Cinco minutos después, ya en mi casa, se refugió en mi baño con la excusa de «polvearse la nariz». Cuando salió, estaba impecable otra vez, perfumada, lista para seguir con su papel de protagonista de novela turca. Y yo… yo solo podía mirar el desastre que dejó en mi baño con una mezcla de compasión y horror.
Y aquí es donde viene la reflexión: ¿de verdad hay que hacer semejantes malabares para sostener la ilusión de ser la persona ideal? ¿De qué sirve tanta pose, tanto filtro, tanta contención, si al final la realidad SIEMPRE encuentra la forma de salir a flote?
A mi amigo lo conozco bien. Sé que la olvidó apenas puso un pie en el avión. Pero yo, a esta princesa, jamás la voy a olvidar. No por su gracia, ni su elegancia, ni su técnica para sujetar la copa.
Sino porque pasé una hora en cuatro patas limpiando mi baño mientras ella se iba al hotel con su príncipe azul.