Amores de Vacaciones: Intensos, Fugaces y Siempre Fuera de Temporada

Todos hemos tenido esos amores de vacaciones, los que parecen sacados de una película más que de la vida real. Esas historias que llegan sin previo aviso, justo en el momento en que te tomas un respiro de la rutina. Recuerdo un viaje a Cartagena, donde conocí a alguien con quien todo fue perfecto: romántico, magnético, cargado de energía. El sonido del mar, las risas y las trasnochadas se mezclaban mientras yo fantaseaba con que, tal vez, si no viviéramos tan lejos, esto podría ser algo más que solo unas noches. Pero, claro, esa persona olvidó mi nombre mucho antes de que hiciera check-out del hotel. Yo aún no lo he hecho, no porque sienta algo, sino porque le guardo cierto cariño.

El más memorable de esos amores de vacaciones, sin embargo, fue hace muchos años, durante una Semana Santa en Bogotá. Fueron cuatro días intensos, jurándonos amor eterno, como si estuviéramos en medio de un culebrón venezolano. Después, cuando me mudé a Bogotá, decidí buscarle. Fue un grave error.

Y aquí es donde todo se pone interesante: ¿qué pasa cuando el amor de vacaciones no se queda en otro lugar, sino que te lo encuentras a unas cuadras de tu casa? Al menos yo intenté buscarle. Le envié mensajes, le invité a cafés, hasta le sugerí repetir lo que habíamos hecho aquella noche, algo ebrios (sí, lo admito, me da vergüenza). Pero me di cuenta de algo: olvidé lo más importante de los amores de vacaciones: las distancias. Ya sean kilómetros o cuadras, el amor de vacaciones no puede sobrevivir fuera de temporada.

Porque eso es lo que somos: amores de vacaciones, intensos y fugaces, pero siempre, siempre fuera de temporada.