Hace varios años, viví una de esas noches donde parecía que el universo se alineó, y recibí una llamada que, honestamente, nunca, ¡JAMÁS de los jamases!, esperé. Mi amor platónico, esa persona inalcanzable que había ocupado mis pensamientos por más tiempo del que me atrevería a admitir, me estaba invitando a salir. Para colmo, jamás habíamos hablado, ni idea tenía de dónde había sacado mi número. ¿Y yo? ¡Pues claro que acepté! Ni pendejo que fuera, ¿no?
Cenamos, luego pasamos por un bar súper popular, y de repente, ¡pum!, nos besamos como en una de esas películas románticas que tanto critico, pero que en el fondo me encantan. Bogotá, que normalmente me parece gris, de repente se volvió una ciudad plateada y brillante. Bellísima, te digo. Estaba viviendo un idilio sacado del mejor cuento de fantasía.
La noche se alargó, y como suelen decir, “una cosa llevó a la otra”. Tuvimos una segunda cena (y ya me entiendes), un desayuno, y hasta un almuerzo. La fantasía parecía haber dejado de ser solo eso: fantasía. Estaba viviendo lo que siempre había imaginado, o eso creía.
Después del almuerzo glorioso, mi amor platónico mencionó que tenía cosas que hacer, pero que nos veríamos más tarde. Y sí, volvió… pero no como esperaba. Entró, me dio un beso en la mejilla y me dijo: “Quiero dormir”. Literalmente, dormir. ¡Menos de 24 horas antes era mi amante apasionado, y ahora éramos una pareja cansada tras 50 años de matrimonio! Nada de besitos, nada de pasión… solo ronquidos. Y yo, ahí, mirando al techo y pensando: “¿En qué momento mi película romántica se convirtió en una comedia de humor negro?”.
A la mañana siguiente, ni despedida épica, ni promesas de amor eterno. Solo un “gracias por prestarme la cama”, y se fue. Así, sin más. De amante a arrendador, y sin un mísero pago simbólico.
Una semana después, llegó la verdad. No, no fui yo, era su ex. Mejor dicho, yo fui el refugio emocional y, claro, físico, mientras decidía qué hacer con su vida. Y ahí fue cuando la corona dorada de mi amor platónico cayó, o mejor dicho, se la quité. Porque, para colmo, ¡me vieron la cara de pendejo! Al final, no era más que un ser humano común, y para ser sincero, el polvo ni fue tan memorable. Ya ni lo recuerdo.
Así aprendí una lección invaluable: el amor platónico es mejor dejarlo en el reino de la fantasía, donde todo sigue siendo perfecto. Porque descubrir la realidad de alguien a quien idealizas puede ser mucho más decepcionante de lo que te imaginas.